Sociedad | 01/05/2020

Nueva York: El boliviano que estuvo al borde de la muerte, pero derrotó al coronavirus

Alberto “Beto” Pozo, el boliviano que vive en Nueva York y que se contagió con COVID-19.

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Amalia Pando / Cabildeo

Se sintió mal, lo que se dice mal, de regreso a casa, en Nueva York, tras una jornada de trabajo en un complejo carretero ubicado en el epicentro de la epidemia, en Queens. Trabaja y vive en Nueva York, la ciudad más castigada de los Estados Unidos por el Coronavirus. 

Alberto “Beto” Pozo es un brillante ingeniero civil boliviano que partió de La Paz tras salir bachiller cuando era un flacucho adolecente de notas siempre sobresalientes en matemáticas. 

Beto Pozo podrá agregar a su larga hoja de vida lo siguiente: “abril 2020, sobreviviente del COVID-19”. Uno de los 30.000 recuperados en esa desolada ciudad; pero también pudo ser uno de los 12.000 muertos. 

¿Qué hizo Beto para sobrevivir? ¿O simplemente fue el azar, una ruleta rusa que decide quién está en una u otra columna de las estadísticas?

Como todas las tardes cuando retornaba de la obra, ese 31 de marzo dejó en la puerta de calle sus zapatos y parte de la ropa de trabajo que llevaba puesta. Había una intensa campaña sobre normas de bioseguridad sobre el coronavirus. Nueva York ya estaba en cuarentena a excepción de trabajos estratégicos como el suyo. No volvió a salir desde entonces. El 1 de abril se iba en tos y no paró en las siguientes ocho horas. Su esposa e hijas intercambiaban miradas y sabían que el coronavirus había entrado en su casa. 

Ese mismo día, las dos hijas que habían trabajado en el Englewood Hospital, próximo a la casa, lograron conseguir que se le hiciera un test. 

“El resultado fue positivo. Llegó a mi teléfono cuatro días después ya que los laboratorios están saturados con casos similares y los servicios no pueden ser inmediatos”, nos cuenta a través del Skype.

“El 6 de abril, después de una semana de tos, empezó la fiebre y los temblores del cuerpo, parecía terciana”, dijo.

A través de una video llamada, los dos médicos que lo atendieron, a quienes Beto llama “amigos”, le pidieron que se quedara en casa y se aislara completamente de la familia. 

“Me aconsejaron que no fuera al hospital, podría comprometer aún más mi situación, donde además estaría solo porque la familia no podría visitarme. Quedaría a merced del personal del hospital que ya estaba agotado y sobrecargado por el trabajo de atender a tanto paciente”, agregó.

También le advirtieron que no había disponibilidad de respiradores por lo que no tenía sentido internarse en un hospital. Entonces, lo mejor era quedarse en casa, aislado, pero junto a su familia. Su esposa Toñy y sus dos hijas mayores se encargaron de todo. Entre otras cosas, de las videollamadas con los médicos, quienes iban observando la evolución de la enfermedad. 

Fiebre, delirios, vómitos y temblores como de terciana

Los siguientes seis días fueron un infierno. La imparable tos le provocaba dolor en el tórax y la fiebre iba en aumento. 

“Me han dado fiebres altísimas. Estuve alucinando. Cerraba mis ojos y era una realidad, abría mis ojos y era otra realidad. No podía descansar. Pero lo que posiblemente más me afectó fue la falta de líquido. Me iba deshidratando poco a poco. Mi cuerpo estaba rechazando todo tipo de comida o líquido. El cuerpo no podía retener algo que me podía ayudar porque ingería un vaso de líquido y botaba seis, vomitaba y vomitaba, no tenía sentido”.

Le recetaron, a través del telecontacto con los médicos, una dosis completa de antibióticos, Azitromicina, junto a otra dosis de Hidroxicloroquina y vitamina C. Los medicamentos los enviaba la farmacia del barrio mediante el servicio de entrega a domicilio. Pero le provocaron más vómitos. Sufría de la tos, los temblores y ahora vómitos. 

“Dos días con suero y estoy vivo”

Su hija Laura, debidamente protegida, estaba a su lado y lo ayudaba a tomar agua. Por la computadora el médico instruyó que le pusieran sueros y azafrán intravenosa para contrarrestar las náuseas. Llegó una enfermera y lo salvó. Dos días después abrió los ojos y se sentía vivo. 

“Al final, tuvieron que ponerme sueros durante dos días, que calmaron bastante la situación y me dio el alivio que necesitaba… Estos productos no sé si me sanaron o qué efecto me hicieron de verdad, pero lo cierto es que pude salir de este lío”, dice.

Ese alivio recién le llegó el Sábado de Gloria, 11 de abril, y el Domingo de Resurrección sentía que había ganado la batalla contra el CAVID-19. Sin embargo, continuaba sin los sentidos del gusto y del olfato. Beto dice que es una experiencia horrible. 

La naranja metálica

“He empezado a comer alguito. Estoy comiendo una naranja al día, que es una gran cosa para mí porque no podía comer nada, ni un poco de cereal, nada, ahora sí, ya empecé… He perdido, completamente, absolutamente el sentido del sabor. No podía saber qué estaba comiendo. Claro, veo que es una naranja, pero no la siento, es como una naranja química, tiene un sabor metálico… pero tengo que comer y eso me ayuda”.

Diez días más tarde, 20 desde que empezó a toser, Beto pudo empezar a disfrutar de los sabores y recuperar el 50% del olfato. 

Una mañana Beto se levantó de la cama, todavía mareado y se puso hacer ejercicios, que junto a la naranja diaria y el cariño de su familia, lo salvaron. “Poco a poco he ido haciendo ejercicios y me ayudó muchísimo. Creo que sin ejercicios no hubiera podido volver a caminar y estoy tratando de hacer más y más”.

Este 27 de abril ocurrió un acontecimiento familiar conmovedor. Por primera vez desde que le dieron el resultado del test, salió de su dormitorio. Para él fue como despertar de una pesadilla.

Nadie se libra, salvo que te quedes en casa

Su entorno no se contagió, o sí, pero no presentaron los síntomas esperados. También se enteró que su hermano Gonzalo, su mujer e hijo, que viven en New Jersey, los tres enfermaron y se recuperaron. 

¿Dónde cogí el virus? Pudo ser en el trabajo dónde otros dos también enfermaron, pero allí se estaba seguro, con lentes, botas y guantes. Pudo ser en un restaurante donde fui a comprar comida, o en el supermercado. No sabes de dónde vino, no sabes cómo te contagias, nadie se libra, tienes que tener mucho cuidado. No hay amigos, no hay hermanos, no hay esposa que te de la seguridad de que no te va a contagiar. Puede ser cualquier cosa, la manilla de una puerta, puede ser hasta el saludo a un vecino. Dios mío, no quisiera que a nadie le caiga como me ha caído a mí, que por suerte he sobrevivido para contarlo.”

Nueva York, la ciudad que nunca dormía, está abatida y en silencio. Los contagios son tantos que los enfermos ya no caben en los hospitales ni los muertos en los cementerios. Pero un día la peste pasará y volverán a prenderse sus luces de neón.



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