Política | 01/02/2024

|ENSAYO|La tensión entre identidad y gobernabilidad|H. C. F. Mansilla|

Foto: APG

bannercenter
pub_h_mob

Ponencia leída por el filósofo boliviano H. C. F. Mansilla en ocasión del conversatorio realizado por la Asociación de Periodistas de La Paz y convocado bajo el título “Los retos de la gobernabilidad en Bolivia” ; los otros participantes fueron Henry Oporto y Robert Brockmann. 

Brújula Digita|01|02|24|

H. C. F. Mansilla

Los retos de la gobernabilidad en Bolivia son de naturaleza muy variada. No hay duda de que existen serios obstáculos a una gobernabilidad moderna, democrática e institucionalizada en el país, y que una parte considerable de esos obstáculos tiene que ver con lo que se denomina la identidad nacional. Esta última es un fenómeno muy complejo y se la asocia a menudo con una inclinación colectiva al conflicto y al mismo tiempo, una baja aceptación de la ley. La identidad social sería entonces uno de los escollos más serios para una gobernabilidad que correspondiera a nuestro tiempo.

El debate en torno a la identidad se vincula a menudo con la tesis de que coexisten dos Bolivias: una premoderna, autoritaria, conservadora y de origen rural (o de urbanización reciente), que se contrapone a una Bolivia moderna (o en vías de modernización), favorable a procesos políticos institucionalizados, abierta a los procesos de innovación y mayoritariamente urbana. Las dos Bolivias representarían lo siguiente: por un lado la Bolivia corporativista, colectivista, clientelar, centrada en torno a la economía informal y parcialmente basada en el sector delictivo, que responde a élites conformadas por intereses tradicionalistas, y por otro la Bolivia moderna – o que quiere modernizarse rápidamente –, individualista, proclive a conformar una ciudadanía democrática y que postula una administración pública meritocrática, libre de corrupción y burocratismo.

La tesis de las dos Bolivias apareció a mediados del siglo XIX, esbozada por el Partido Rojo del Presidente José María Linares (el antecedente del Partido Liberal), y fue retomada en la segunda mitad del siglo XX por pensadores indianistas como Fasto Reinaga y Felipe Quispe (el Mallku). A partir de la crisis de 2019 han sido publicados más de dos cientos textos que incluyen esta denominación, ensayos que provienen de intelectuales muy diversos entre sí, como Carlos Hugo Molina, Javier Medina, el sacerdote Francisco Dardichon, el liberal cubano Carlos Alberto Montaner y la jurista Erika J. Rivera.

Por supuesto que, muy en el fondo, hay una sola Bolivia. Este país, formado por varias culturas en siglos de convivencia no siempre pacífica, exhibe una notable fortaleza que no desaparecerá fácilmente. Este sentimiento de comunidad o sentido de pertenencia más o menos estable no estaba garantizado ni por la diversidad geográfica, ni por la variada composición étnica, ni menos aún por las erráticas direcciones políticas que tuvo la república desde su fundación en 1825. Ha sido, como la gran mayoría de las creaciones histórico-culturales, la obra de muy distintos factores y hasta de la contingencia. El resultado es una cultura sincretista que también tiene sus dilemas: por ejemplo se adopta la más moderna tecnología, pero no así el espíritu crítico y científico que la ha posibilitado.

En ambas Bolivias se advierte claramente la carencia de un racionalismo enfocado en el largo plazo. Por un lado la Confederación Sindical Única de Trabajadores Campesinos de Bolivia (CSUTCB) y organizaciones afines de base indígena jamás se han opuesto a la quema de millones de hectáreas para hacer avanzar su frontera agrícola o para facilitar la prospección de minerales en los ríos tropicales. Por otro lado, los gremios empresariales de Santa Cruz siempre han exhibido una total indiferencia ante la destrucción continuada de la cubierta vegetal. Casi todos los sectores sociales bolivianos se muestran desinteresados ante la amenaza global que representa la alianza autoritaria de Rusia, China e Irán. En el ejercicio del poder los representantes de ambas Bolivias se han plegado de modo igual a la corrupción sistemática, al rechazo de la meritocracia y al fomento del autoritarismo.

La dilatada identidad colectiva, llamada curiosamente originaria, a veces construida artificialmente, tiene un porvenir ambiguo. Las comunidades rurales campesinas, por ejemplo, están cada vez más inmersas en el universo globalizado contemporáneo, cuyos productos, valores y hasta tonterías consumistas van adoptando de modo inexorable. Casi todas las comunidades campesinas y rurales en la región andina se hallan desde hace ya mucho tiempo sometidas a procesos de aculturación, mestizaje y modernización, lo que ha conllevado la descomposición de su cosmovisión original y de sus valores ancestrales de orientación.

En el presente los indígenas anhelan un orden social modernizado muy similar al que pretenden todos los otros grupos sociales del país: servicios públicos eficientes, sistema escolar gratuito, acceso al mercado en buenas condiciones, mejoramiento de carreteras y comunicaciones y entretenimiento por televisión. Hasta es plausible que los indígenas vayan abandonando paulatinamente los dos pilares de su identidad colectiva: la tierra y el idioma. Para sus descendientes una buena parte de los campesinos desea profesiones liberales citadinas y el uso prevaleciente del castellano, el chino y el inglés.

He tratado, muy brevemente, de describir los nexos entre la identidad colectiva y los dilemas contemporáneos de la gobernabilidad, dilemas que se expresan, por ejemplo, en la tendencia a entender y, por consiguiente, a resolver los conflictos por afuera de las instituciones, utilizando a menudo las viejas artimañas del amiguismo y la corrupción, y si estas no resultan suficientes, las técnicas contemporáneas de los bloqueos y la violencia, sin importar los derechos de terceros. Las diversas fracciones del Movimiento al Socialismo (MAS) se han destacado vigorosamente en la utilización masiva de estos hábitos, y, en el fondo, en perpetuar el carácter premoderno, antidemocrático y autoritario de la cultura política boliviana.

Por otro lado, la eficacia explicativa de los teoremas de la identidad colectiva y de las dos Bolivias me parece limitada. El concepto de identidad está ligado a un núcleo sustantivo de la nacionalidad o de la comunidad resistente al paso del tiempo y a los avatares cambiantes de la política. En lugar de identidad puede ser más adecuado el uso de mentalidades colectivas, lo que comprende valores de orientación y pautas de comportamiento que pueden persistir largo tiempo, pero que se van modificando con el desarrollo social y cultural. Y aquí emerge lo positivo para el espíritu liberal-democrático: las mentalidades pueden ser modificadas paulatinamente por la acción combinada de la educación, la televisión, las redes sociales y los contactos cada vez más estrechos con el mundo exterior y con otras culturas. No es, por supuesto, una garantía de éxito.

Estos cambios de la mentalidad colectiva, por cierto muy lentos, han sido detectados por varias encuestas públicas de alta representatividad. Las primeras las realizó la antigua Corte Nacional Electoral a comienzos de este siglo, y están brillantemente resumidas en el libro: Entre dos mundos, de Jorge Lazarte, libro que, como era de esperar, pasó totalmente desapercibido. La tesis principal de Lazarte nos dice que la sociedad boliviana se halla transitando desde un ámbito premoderno, autoritario, provinciano-pueblerino y proclive al caudillismo, hacia un mundo moderno, pluralista, democrático e influido por el racionalismo. La Agrupación Ciudadanía (Cochabamba) realizó entre 1998 y 2018 diez grandes encuestas de alta representatividad sobre la cultura política boliviana, y llegó a conclusiones muy similares. Los resultados fueron publicados mediante diez libros que aparecían cada dos años, libros que, obviamente, casi nadie ha leído.

La conclusión es la siguiente. La cultura política del autoritarismo y las prácticas irracionales no son algo exclusivo de la Bolivia rural y de los sectores premodernos del país. El rechazo de normas liberal-democráticas, el desdén por los derechos humanos en la praxis cotidiana, el involucramiento en fenómenos de corrupción y el menosprecio del racionalismo a largo plazo, son también palpables en el ámbito urbano y entre ciudadanos de buena educación formal. La cultura política del país sigue siendo básicamente autoritaria. La mayoría de los sectores sociales continúa inmersa en valores colectivistas, favorables al caudillismo convencional.

Prosigue muy vigorosa la tendencia a resolver los conflictos por afuera de las instituciones y a fomentar una atmósfera de indiferencia frente a los fenómenos de corrupción, burocratismo y desinterés ante los problemas del medio ambiente y del cambio climático. Pero existe, como dije, un resquicio para la esperanza: la mejor educación, las relaciones cada vez más estrechas con el mundo exterior y sus valores universalistas y la construcción paulatina de una ciudadanía moderna de corte racionalista, pueden contribuir eficazmente a una modernización de las pautas de comportamiento y, por consiguiente, a un debilitamiento de la cultura política autoritaria.



bannercenter
pub_h_mob


bannercenter
pub_h_mob
pub_med
pub_med
pub_med
pub_med
@brjula.digital.bo
pub_med
pub_med
pub_med
pub_med